7 jun 2014

Siempre fuimos Boca

Corría el año 1943. El 10 de diciembre Ferro recibía a Boca en su cancha, en un partido correspondiente al campeonato de entonces. Lo cierto es que al Xeneize se lo veía con cierto temor; no había un alma que no haya escuchado el rumor de la locura del pueblo boquense. Se hablaba de un equipo que tenía más aliento que juego; y eso lo decía todo. Por aquél entonces, el descomunal y colérico espectáculo que brindaban aquellos simpatizantes del club de La Ribera hacía estremecer hasta al anciano que todo había vivido. No había nadie que no pudiera sentir admiración o, más bien, desconcierto hacia aquella muchedumbre. Así que los de Ferro, algo temerosos, concedieron cuatro mil espacios en las tribunas a los dementes que se vestían de azul y amarillo.

Llevaban sombreros en su mayoría; era la costumbre en esa época. Blancos, y de copa baja, con una línea horizontal negra surcándolo alrededor. E iban de camisa, algunos hasta de saco y corbata. En realidad, esto era común entonces, y no había nada de extravagante; pero, si bien aparentaban ser formales y expectadores de un deporte sin más, albergaban en sus corazones un pálpito unánime y diferente: el pálpito bosterista. 


El partido nació con el silbido del árbitro. ¿Cómo terminó? Ganó Boca. No me animaría a decir en concreto por cuánto, porque honestamente, es algo que escapa de lo que sé. Pero nadie le prestó atención al resultado: fue la locura que se desprendía de las tribunas lo que realmente quedó escrito en la historia. Venía, exclusivamente, del sector en donde residían los visitantes. 


Los hinchas de Ferro Carril Oeste miraban, anonadados (y sintiendo el sudor corriéndoles por la frente y bajo la camisa y el saco), la función que concedía la hinchada de Boca. Todos los que estaban en lo que vendría a ser la primera fila de aquella masa encolerizada estaban colgados del alambrado, siendo escoltados por sus hermanos de sentimiento que de la misma forma, y de modo demencial, rugían con las gargantas al rojo vivo. El pueblo boquense se alzaba implacable desde las tribunas. Muchos sombreros blancos cayeron al piso, y allí quedaron sepultados. Los sacos se teñían de tierra en tanto el frenesí que se respiraba hacía revolcar a todo padeciente de aquella escena indescriptible. Pero nada importaba, la suerte ya estaba echada. 

Los que se colgaban del alambrado subieron arriba, y los presiguieron los que venían atrás, colgándose de la misma manera pero en el lado inferior del alambrado. Eran demasiados. Los policías se aglomeraban enfrente de aquél show, pero ¿qué podían hacer ellos? Al pueblo boquense no lo para nadie. En vano intentaron reprimir las fuerzas infernales de la multitud xeneize, mientras que los jugadores se adentraban a los vestuarios impresionados, pero, cuando se dieron cuenta que no podían hacer nada, se hicieron a un lado. "¡Se va a caer!", gritaban por todos lados. Pero era el alarido nocivo de los bosteros quien realmente se escuchaba, impretérrito, indeclinable e inexorable. El alarido del alma. Los fotógrafos concurrían hasta donde la lógica les permitía para congelar ese momento en un pedazo de frío papel. Los locutores de radio enmudecían en tanto, interrogándose a sí mismos cómo explicar lo que estaba sucediendo en ese momento.


Y lo previsible se hizo un hecho: el alambrado cedió bajo el peso de miles de dementes que seguían bramiendo, todos vinieron abajo. Los hinchas de Ferro, que, aún cuando los policías trataban de sacarlos por la fuerza se resistían para contemplar aquella obra del paraíso, exclamaron al unísono un gemido y huyeron pavorosos. Los bosteros, que habían caído a la cancha, se levantaron con indiferencia y excesiva pasividad, ignorando los exclamidos de los policías que intentaban poner órden, se sacudieron los sacos y las camisas, se pusieron sus sombreros y, sin más, se encaminaron hacia la salida.


Al día siguiente, varios países se hacían eco de lo ocurrido en el estadio de Ferro, y El Gráfico (de donde se extrajo la imágen de arriba) expresaba: 

"La muchedumbre de los aficionados boquenses, inquieta y pujante en su algarabía, era como un río que creció hasta desbordarse cuando lo agitó la visión del triunfo definitivo. Ni los agentes de policía pudieron contenerla; este de la foto algo debe haber sufrido".

Porque Boca siempre fue Boca. Y nunca dejó de serlo.

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