Jugaron con nuestro Boca. Lo pintaron de violeta, de rosa, de verde. Dudaron en voz alta si derrumbar la Bombonera, con todo su encanto y carisma, su mística e imponencia, propusieron destruirla, sacarla de raíz, y edificar un estadio mucho más "fashion", con mucha más capacidad, con un diseño europeo y tribunas alejadas. Le dieron vuelta a Riquelme, le cayeron de todos lados, le rompieron los huevos, no lo dejaron ser Riquelme, lo empujaron a irse, por la puerta de atrás. Exigieron a los jugadores que se tiren para atrás, para tener una excusa, una argumentación válida para despedir a Bianchi. También pusieron platita sobre la mesa para que los barras gritaran contra Bianchi, entonasen cánticos resultadistas, silben y hagan sentir al técnico más ganador incómodo y cuestionado. Y así, escupieron a los pies de la identidad de Boca una vez más y pusieron de patitas en la calle al Virrey, cuando él les pidió una oportunidad más ante Vélez, para poder al menos tener la chance de despedirse de la gente, cuestión que prefirió eludir la dirigencia para no arriesgarse a ser ellos quienes terminen sin trabajo.
Cuando anunciaron la salida del técnico en conferencia de prensa, Angelici dejó el micrófono a un lado, se subió a su auto importado y llamó al jefe de la barra. "Vayan a la Bombonera por si hay quilombo", ordenó. Los delincuentes, esclavos de la guita, concurrieron a los alrededores del templo y aguardaron allí por si había alguna insinuación de disturbio.
La guerra va a estallar.
Este domingo, a las 18.15, cuando los once vestidos inmerecidamente de azul y oro ingresen a la cancha, las tribunas se vendrán abajo. No puteándolos, no silbando. Solo gritando: "Angelici, hijo de puta, la puta que te parió". Luego, el rugido teñido de poesía, de agradecimiento hacia el eterno Virrey y rencor hacia los dirigentes: "Que de la mano de Carlos Bianchi, todos la vuelta vamos a dar". Arderá la pasión, la protesta del pueblo. Y cuando la cólera esté indeclinable en las tribunas, cuando la barra de Angelici no pueda establecer orden y toda estructura que se empeñe por derrocar a la mística de Boca quede destruida, se escuchará entonces el alarido unísono, el grito de guerra y de amor que todos estos años se profirió en Brandsen 805: "Riqueeeeeelme, Riqueeeeeeeeelme".
Y entonces sí, la Bombonera estará en llamas.
No habrá nadie ni nada que pueda detenerlos. Los maníacos hinchas de Boca espetarán todo lo que se les encierra dentro, todo lo que amenazaba con explotar en el transcurso inacabable de la semana, algunos se treparán al alambrado y colgarán banderas con escritos que quedarán en la historia. El templo boquense estará más unido que nunca, la barrabrava tratará de entonar cantitos de aliento (toda una paradoja) como sacudiéndose las cenizas de encima y murmurando: "Ya está, arranca un nuevo Boca", pero los hinchas sabrán que no es así, que la cosa no puede quedar así.
Las trompetas caerán al suelo y nadie las volverá a levantar, los bombos caerán por las comisuras de las tribunas y chocarán con el verde césped, para tenderse allí el resto de la eternidad. Sin instrumentos, los delincuentes no tendrán cómo hacerse oír. Y en aquella locura que se expresa en cada rincón de la Bombonera, saben que no pueden ser partícipes. Escapan como las ratas que son, mientras el pueblo sigue tiñendo el Alberto J. Armando de delirio.
"ANGELICI, HIJO DE PUTA, LA PUTA QUE TE PARIÓ", es el chillido unánime. Bengalas esconden a los hinchas en colores azules y amarillos. Gargantas al rojo. Dirigentes con miedo. La bronca de los hinchas auténticos esplende.
Acá está Boca. Los invito a pasar. No se crean lo que dicen: el infierno está encantador.
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